miércoles, 21 de febrero de 2024

¿Escuelas asépticas?

 Lo que a continuación sigue pretende ser una respuesta al artículo publicado en El Salto bajo el título "¿Escuelas asépticas y docentes tecnócratas?"https://www.elsaltodiario.com/educacion-publica/escuelas-asepticas-docentes-tecnocratas?&utm_medium=social&utm_campaign=web&utm_source=facebook&fbclid=IwAR1Kd7EAB8IEFcPsVM6BPp0By5SVK3oTUxjhd9SWxIdSR2Q4zFNg93gnOg4  

Me parece interesante dialogar con este artículo, así que coloco en primer lugar mi respuesta. Ya sé que debería ser al revés, pero soy muy torpe en el uso de las redes, así que ruego leáis primero el artículo, y después el siguiente comentario.

Me he permitido exponer sucintamente dos discrepancias y dos acuerdos con el artículo que comparto:
“Hacen falta profesores independientes y libres de presiones: funcionarios.” Primera discrepancia. Me parece interesante la defensa del funcionariado docente como garantía contra presiones políticas e ideológicas, pero la encuentro claramente insuficiente. La mayoría de los funcionarios docentes son dóciles, acríticos y más o menos acomodaticios. Hay mecanismos de control más sutiles y, probablemente, eficaces.
“Si quieres educación privada, te la pagas: NO”. Primer acuerdo. La anterior afirmación se queda corta, aunque, para empezar, ya sería un buen avance.
“En los institutos, los profesores somos meros técnicos de la asignatura X, que enseñan saberes parcelados. Predomina la practicidad. Arrinconamos las humanidades, laminamos la filosofía y todo lo que aliente el pensamiento crítico” Segunda discrepancia. Especialmente con las últimas palabras. Impulsar las humanidades no garantiza en absoluto la promoción del pensamiento crítico. Aduzco dos argumentos:
1. No hay más que mirar hacia atrás. La enseñanza pretérita, con muchas más horas de “humanidades”, sirvió para formar élites dóciles y acríticas. Cuidado con el mito de la Edad de Oro.
2. Todos conocemos profesores que han enseñado Latín, Griego, Filosofía, Historia, etc. de manera absolutamente memorística y acrítica, mientras que algunos profesores de ciencias plantean a su alumnado problemas estimulantes, creativos y de gran relevancia social. Tal vez la clave no se halle tanto en la elección de materias (aunque algo tiene que ver) como en los objetivos, métodos y contenido de cada una.
“No podemos cambiar la escuela sin cambiar la sociedad, ni la sociedad sin cambiar la escuela”. Segundo acuerdo. Esto se olvida en muchos análisis de la educación, muy especialmente la primera frase. Eso sí, las consecuencias son de enorme envergadura: cambio escolar y social en paralelo y en continua interacción. Ahí es nada. ¿Cómo? Aquí comenzaría un largo y profundo debate.

domingo, 17 de diciembre de 2023

LA EDUCACIÓN NO PUEDE ALIMENTARSE DE SÍ MISMA


 Hace algún tiempo leí a un responsable de un MAES (Máster en Educación Secundaria, obligatorio para trabajar en la Educación pública) quejarse de que, por mucho que intentaran que su alumnado se cuestionara sus concepciones sobre el aprendizaje (ya sabéis, memorístico versus significativo y todo eso), apenas lo conseguían. Jóvenes de veintipocos años, con educación superior y todo el ímpetu que se supone a esa edad, resultaban de lo más tradicionalistas a la hora de analizar cómo debería ser el aprendizaje de nuestros niños y adolescentes. Al preguntarse por las razones de esta mentalidad – dejo a un lado, por el momento, lo que tenga o no de acertada – la atribuía a una poderosísima fuente de ideas previas: su propia experiencia como alumnos de Primaria, Secundaria, Bachillerato, etc.

Creo que, en lo esencial, esta persona tenía razón. Repito que no me voy a enzarzar en una discusión sobre cómo se aprende, ni, mucho menos, cómo debe plantearse su trabajo el profesorado. Me interesan las ideas previas, la concepción del mundo – o de una parte de él – que todas las personas tenemos. Si nuestras ideas están enraizadas en algo tan inconsciente como lo que hemos vivido desde muy niños, mal vamos a hacerlas conscientes, y, por tanto, mucho menos podremos someterlas a crítica. Nuestras primeras etapas vitales están teñidas de afectividad (la racionalidad llega después) y ¿cómo vamos a ir contra nuestros afectos? Esto explicaría, entre otros fenómenos, por qué la Iglesia se aferra con fuerza a ocuparse de la educación de niños y adolescentes.

Sin embargo, lo que si es posible para este público (jóvenes universitarios veinteañeros, estudiantes del MAES) es cuestionar con argumentos o pseudoargumentos lo que vienen a “enseñarles” algunos profesores de este máster.  En algunos casos, estos últimos adoptan un papel de “predicadores” de una buena nueva pedagógica, lo que justifica, por supuesto, la reacción: “¿Este/a me viene ahora con estas chorradas, a mi que llevo 20 años de estudiante, me va a decir cómo hay que enseñar?” En otras ocasiones, el alumnado (el profesorado de Secundaria mañana) se remite a argumentos de sentido común (“los insectos siempre han tenido seis patas : yo te lo digo y tú me lo cuentas después”), ad hominem (“este será un desertor de la tiza”) o incluso recurre a conspiranoias (“la secta de los pedagogos se ha apoderado del Ministerio/Consejería”). Casi cualquier cosa vale antes que admitir que unos supuestos advenedizos nos digan cómo tenemos que enseñar.

Esto tiene mala solución. Recordemos que costó varios siglos sustituir la Física del sentido común por la de Galileo y Newton, y tampoco estoy seguro de que el paralelismo sea completamente válido. En cualquier caso, hay algunos hechos que están muy apoyados en evidencias. Por ejemplo, que nuestros estudiantes no aprenden, ni mucho menos, lo que los documentos oficiales dicen que deben aprender. Claro que, al ser la educación un fenómeno multifactorial, cada actor educativo (administraciones, profesorado, familias, alumnado, etc.) puede cargar en otros actores la responsabilidad de los malos resultados. Lo que no es de recibo es que la educación se alimente de sí misma, también en sus resultados negativos. Urge hacer una reconstrucción racional del proceso educativo y llevarla a las aulas. Pero no va a hacerse.

Rubén Nieto.

martes, 14 de abril de 2020

ENSEÑANZA DURANTE EL CONFINAMIENTO: NUEVAS PRIORIDADES


A raíz del repentino confinamiento, la escuela ha saltado por los aires. Se acabó la normalidad, y todo intento de fingir que la actividad docente se mantiene como si tal cosa, por mucho que se aderece de nuevas tecnologías, teletrabajo, etc., está condenada al fracaso, si no al ridículo. Expondré sucintamente en qué me baso para tan categóricas afirmaciones. Adelanto que mis tesis coinciden en buena parte con lo expuesto por Guadalupe Jover en un atinadísimo artículo publicado en El Diario de la Educación. Mi mayor discrepancia no radica tanto en el análisis de la situación como en las consecuencias que extraigo de él.
Parto de una obviedad que, sin embargo, conviene tener muy presente: estamos ante una situación única.  Jamás el sistema educativo ha tenido que hacer frente, de un día para otro, a algo parecido. Por tanto, es normal que todos (repito, todos: profesorado, estudiantes, familias, incluso la propia Administración) estemos desorientados y titubeemos sobre cómo actuar. Admitámoslo. Cualquier intento de fingir normalidad está condenado al ridículo.
 Si damos por buena la premisa anterior, habrá que admitir que no podemos intentar desarrollar unas actividades lectivas “normales”, solo que a distancia. Hay muchos motivos, y empiezo por el que creo más importante: el profesorado y la administración no pueden ofrecer “clases normales” cuando el alumnado y sus familias están viviendo una situación traumática, encerrados semanas enteras en sus casas, conviviendo en un espacio reducido y con una amenaza invisible pero cada vez más presente, viendo como familiares dejan de trabajar y no saben si volverán a hacerlo, … Desde luego, una situación de estrés prolongado en el tiempo es lo menos aconsejable para desarrollar un aprendizaje “normal”.
 Añadamos, además, otra obviedad. No se puede transformar un sistema educativo presencial en otro a distancia, literalmente, de la noche a la mañana. Una cosa es utilizar recursos online y comunicaciones a través de las nuevas tecnologías – en mayor o menor medida, la mayor parte del profesorado ya lo estábamos haciendo – y otra muy distinta, pasarse en bloque a un modelo 100% no presencial, con todo lo que esto implica: currículo modificado, evaluación, actividades de todo tipo, etc.  La propia infraestructura proporcionada por la Administración, que ya deja bastante que desear en condiciones normales, ahora se revela claramente insuficiente, a pesar de los esfuerzos que se están haciendo.  Por otro lado, nuestra formación, experiencia e incluso manera de pensar están totalmente orientadas hacia una enseñanza presencial, aunque usemos cada vez más herramientas telemáticas. En definitiva, padecemos de escasez de recursos, formación y tiempo para abordar con éxito un cambio tan grande.
Si por el lado de la administración y el profesorado, las insuficiencias son notables (a pesar de los esfuerzos, insisto), veamos qué sucede en los hogares y familias. A estas alturas no debería hacer falta hablar de las enormes desigualdades sociales en el acceso a recursos TIC, material de estudio o, simplemente, lugar apropiado para el mismo.  En un modelo presencial, esto puede ser parcialmente compensado en el centro de enseñanza. Ahora es imposible. La famosa “brecha digital” puede desembocar en un abismo social.
Si antes de la pandemia, la situación en muchos hogares ya era difícil, imagínense hora. ¿Cuántos miles de pisos de 60 metros cuadrados o menos albergan familias con dos o tres niños, padres con trabajo en precario (a menudo sin empleo), algún abuelo en situación de riesgo (o, peor aún, aislado en su domicilio), un o ningún ordenador, una mala conexión a internet – si acaso – un adulto teletrabajando, etc.? ¿Se imaginan la tensión continua obligados a convivir las 24 horas, día tras día y sin respiro, en estas circunstancias? ¿Podemos pretender que niños y adolescentes estudien a distancia las 11 asignaturas de, por ejemplo, primero de ESO con “normalidad”?
 Por último, pero no menos importante, esta situación pone en primer plano la importancia del factor humano, de la cálida presencia de las personas que están implicadas en el hecho de aprender y enseñar. Esto es tanto más importante cuanto menor es la edad de los estudiantes. Es necesario estar frente a frente para desarrollar las interacciones entre todos nosotros necesarias para aprender.
 Ante esta situación, que debemos reconocer difícil, ¿qué podemos hacer los enseñantes? Mucho, sin duda, como todas las profesiones que son de intervención social. Allá va mi opinión. En primer lugar, redefinir nuestros objetivos. Tal vez debamos olvidarnos de desarrollar una programación pensada para otras circunstancias muy diferentes. En lugar de ello, deberíamos determinar en qué podemos ser más útiles para nuestro alumnado, ante lo que está experimentando ahora. Mal asunto si la educación que ofrecemos no puede ayudarles a comprender y afrontar la difícil situación en la que nos encontramos.
¿Qué medidas tomar como docentes? En mi opinión, habría que proporcionar a nuestro alumnado actividades y recursos que les permitan entender lo que está pasando (aproximarse, vale, que esto no lo comprende del todo nadie), otros que les permitan relajarse y aprender sin estrés añadido: lecturas, videos, etc. que tengan un valor formativo en sentido amplio y contribuyan a desarrollar habilidades como la lectura, la escritura, la interpretación de una imagen, etc. Muy importante también será desarrollar el espíritu cooperativo y solidario, así como el pensamiento crítico: ¡qué magnífica ocasión para analizar bulos que circulan por las redes, enseñar a rastrear las fuentes, distinguir ciencia de pseudociencia, etc.! Pero todo ello sin agobiar, muy al contrario, aprovechando la ocasión para que se pueda aprender sin añadir más presión a la que ya estamos todos sufriendo. Para ello sería necesario relajar la carga de tareas y plantearnos unos mecanismos de evaluación, si es que ha lugar, más acordes con estas circunstancias excepcionales.
Queda por abordar la difícil cuestión del “cierre” del curso. En mi opinión, solo es difícil en el caso de los cursos terminales de etapa, las pruebas de acceso a la Universidad y las prácticas en empresas en la formación profesional. Se trata de cuestiones más específicas cuyo debate (al menos en algunos aspectos) merecerá un artículo dedicado a ello. En el resto de los cursos y niveles, sobre todo si el cierre de los centros educativos se prolonga, a mí no me dolerían prendas en darlo por terminado con lo que se ha hecho hasta ahora más lo que estamos haciendo no presencialmente, pero esto último siempre a título complementario. Los profesionales de la enseñanza sabremos como tener en cuenta en nuestras programaciones futuras todo lo que no se ha hecho - o se ha hecho de manera diferente a la prevista - en este curso.
El sistema educativo tiene que ser lo suficientemente flexible como para asumir y metabolizar un curso anómalo. Si no lo es, entonces merece que este bichito o cualquier otro agente lo ponga patas arriba.


sábado, 29 de junio de 2019

APRENDIENDO A CAMBIAR EL MUNDO ENTRE TODAS - 4

Hace seis años, en el marco de otra asignatura, llevé a cabo por primera vez esta experiencia con alumnado de 1º de Bachillerato (16-17 años). Durante los cursos siguientes ha habido cambios en el currículo, en el perfil de mi alumnado y en el contexto sociocultural en el que nos desenvolvemos. He tenido que metabolizar todo ello, junto con las experiencias educativas desarrolladas en este intervalo, hasta decidirme a poner en práctica nuevamente esta actividad. Los motivos que me impulsaron a hacerla seis años atrás siguen siendo igual o más válidos, así que reproduzco lo que entonces escribí: 

En esos días debatimos en clase la importancia de la investigación encaminada a prevenir y curar enfermedades como la malaria, leishmaniasis, kala-azar, etc. También discutíamos el conflictivo asunto de las patentes que grandes multinacionales farmacéuticas detentan y la posible oportunidad de liberarlas para que tratamientos como los antirretrovirales contra el SIDA estén al alcance de todo el mundo. Los propios alumnos se documentaron, formularon argumentos a favor y en contra de las distintas opciones, y las debatieron ampliamente. Como veis, una asignatura peligrosa. 
Pues bien, durante el desarrollo de esta actividad pude constatar algo que no era nuevo para mí, pero que en esta ocasión se presentaba ante mis ojos con especial intensidad. Me refiero al hecho de que la totalidad de mis estudiantes mostraban un total y escandaloso desconocimiento de lo que son los poderes públicos, la Administración a sus distintos niveles, y la diferencia entre ésta, las empresas privadas y los colectivos ciudadanos. Llegaban al extremo de exigirle a una asociación de vecinos lo que debería ser competencia de un ministerio, al ministerio o consejería lo propio de una empresa privada, y a ésta lo que habitualmente hace una ONG. Todas las instancias que acabo de mencionar eran vistas como parte de la misma vaga nebulosa que planea sobre sus cabezas y que podrían haber descrito como “los que mandan”, “los que tienen el dinero”, o, simplemente, “los de arriba”.
 No es que este desconocimiento del mundo que les rodea me resultara nuevo. Llevo demasiados años en la enseñanza como para no conocer la mentalidad y grado de conciencia social del alumnado con el que trabajo. Sin embargo, esta vez había unas circunstancias que lo hacían especialmente llamativo. El grupo en cuestión estaba formado por jóvenes de unos 17 años, de un entorno urbano, en su mayoría hijos de funcionarios, pequeños comerciantes, técnicos especializados, etc. Además, casi todos son buenos estudiantes, están familiarizados con las nuevas tecnologías, han salido más de una vez al extranjero (participan en el programa bilingüe inglés-español de mi centro) y, lo que quizá sea más importante, tienen unas elevadas expectativas profesionales. En definitiva, lo que yo creía percibir en esos días es que estos futuros médicos, ingenieros, periodistas, enfermeros, profesores, traductores, etc. no distinguían una ONG de un Ministerio, no sabían qué puede esperarse de cada una de estas entidades y - peor aún – ni se les pasaba por la cabeza la posibilidad de agruparse en alguna asociación y  trabajar colectivamente para mejorar cualquier aspecto de nuestra vida. 

 En estos años son muchas las ocasiones en las que he desarrollado simulaciones y juegos de rol con mi alumnado. Durante este tiempo, he estado expuesto, como todo docente, a un continuo bombardeo de exhortaciones a educar en la “cultura emprendedora”, término de incierto significado, pero que parece asociarse a “empresario – competitivo - individualista – buscador de éxito personal”. La última granizada la he recibido de la Consejería de Educación, en forma de instrucciones para el próximo curso, que ya he comentado en las redes recientemente. Pues bien, una vez más he decidido llevar a la práctica mi particular interpretación del “espíritu emprendedor”, y me he embarcado con mis estudiantes de Cultura Científica en el diseño y creación simulada de tres ONGs.
 CONTINUARÁ.

jueves, 12 de julio de 2018

IGNORANCIA POR EXCESO DE INFORMACIÓN

Leo a Marina Garcés. ¿Cómo he podido vivir hasta ahora, filosóficamente hablando, sin conocer sus escritos? Entre las muchas ideas sugerentes de su librito “La Ilustración Radical”, encuentro la siguiente, que aunque ya conocida, está formulada de manera muy esclarecedora.
El volumen de información que nos rodea es abrumador. Resulta completamente imposible prestar un mínimo de atención a toda ella, requisito previo para poder seleccionar la más relevante, procesarla y utilizarla en nuestras propias elaboraciones intelectuales. Según Garcés, esta situación genera impotencia y dependencia.”Puesto que no podemos formarnos una opinión sobre todo lo que nos rodea, seguimos o nos apuntamos a las que otros nos ofrecen ya formateadas, sin tener la capacidad de someterlas a crítica.”
Sigo citando a Marina Garcés. “Cada época y cada sociedad tienen sus formas de ignorancia... La nuestra es una ignorancia ahogada en conocimientos que no pueden ser digeridos ni elaborados” (La Ilustración Radical, pág.51). Si aceptamos este diagnóstico, las implicaciones educativas son de vértigo.

viernes, 30 de marzo de 2018

PENSAMIENTO CRÍTICO EN LA ESCUELA

Esta entrada es en cierto modo una respuesta a un artículo publicado por José Antonio Pérez Ledo en eldiario.es. Una respuesta embrionaria, como casi todo lo que escribo.
La cuestión de si hace falta una asignatura de “pensamiento crítico” se inserta en un debate ya clásico en educación: Cuando se pretende introducir nuevos valores o actitudes, ¿creamos una asignatura nueva o intentamos que estas novedades impregnen el currículo ya existente, algo conocido como “enfoque transversal”?
 
La cuestión no es nada fácil: existen poderosos argumentos en favor y en contra de ambas opciones. Personalmente, soy partidario de una transversalidad muy matizada. Justificar esta opción me llevaría muy lejos. Aquí solo apuntaré algunos elementos, a mi juicio importantes, para que cada cual se forme su propia opinión.
 
1. En el actual currículo de la ESO el alumnado padece entre 10 y 12 asignaturas por curso, la mayoría con 2 o 3 horas semanales. Cualquiera puede imaginarse que esta división, unida a las enormes dificultades para que el profesorado pueda coordinar su trabajo, hacen que todas ellas se banalicen y sean tratadas superficialmente. En el Bachillerato la situación es solo un poco mejor, pero, a cambio, la presión de la prueba de Selectividad convierte sus dos cursos en un denso “preparatorio” de dicho examen.
 
En este contexto hay que valorar la introducción de una asignatura nueva. ¿Aspiramos a tener la décima “maría” en la ESO? ¿Qué asignatura común en Bachillerato eliminamos para introducir la nueva? ¿Sería una optativa que no llegaría a buena parte del alumnado? ¿Entraría, por el contrario, en una prueba de Selectividad ya demasiado recargada?
 
2. En muchas ocasiones se ha identificado esa asignatura de pensamiento crítico con la ya existente Filosofía. Siendo partidario de su permanencia en el currículo escolar, voy a actuar como abogado del diablo. La Filosofía ha sido durante decenas de años obligatoria en los antiguos 3º de BUP y COU, con al menos dos asignaturas de 4 horas semanales cada una, sin contar Ética optativa. Esto significa que todos los ciudadanos españoles mayores de 30 años y con estudios medios y superiores (probablemente algunos millones de personas) han estado expuestos en su adolescencia a una buena dosis de Filosofía. ¿Dónde está su espíritu crítico? ¿Acaso puede detectarse en alguna manifestación de nuestra vida social? ¿No será, más bien, que el tan cacareado espíritu crítico se introduce más a través de una metodología crítica y racional que a través de unos determinados contenidos?
 
3. Si examinamos los documentos oficiales que desarrollan el currículo de ESO y Bachillerato, tanto los actuales (LOMCE) como -más aún- los anteriores, nos llevaremos alguna sorpresa. Resulta que en sus altisonantes epígrafes (objetivos, contenidos, métodos, criterios de evaluación, etc.) aparece absolutamente TODO: contenidos enciclopédicos, metodología activa y participativa, contraste crítico de distintas fuentes de información, uso de debates, exposiciones, etc., multiplicidad de instrumentos de evaluación, más allá del clásico examen … Insisto: se trata de la normativa oficial, que el profesorado –se supone- debe seguir en la programación de sus clases. ¿Qué sucede entonces?
En mi opinión, sucede que la escuela es una institución mucho más conservadora de lo que aparenta, dotada de mucha inercia y –todo hay que decirlo- sensible a las presiones de la sociedad. Júntese una administración que no prioriza precisamente la formación de una ciudadanía responsablemente crítica, un profesorado formado en un contexto diferente de aquel en que tiene que jugar, y una sociedad que cree alcanzar el paraíso meritocrático a través de títulos y certificados. ¿Resultado? A veces pienso que estamos demasiado bien.
 
4. Puestos a hablar de una asignatura sobre pensamiento crítico, ¿qué les parecería esta? Una en la que se enseñaría por ejemplo, la aventura, a veces dramática, de sabios como Galileo, Darwin o Wegener, que, contra las convenciones y tradiciones de su época, hicieron avanzar nuestra comprensión del Universo, la Tierra o la Vida. Una en la que esto se enseñara manipulando colectivamente distintas fuentes de información, siguiendo pautas de contraste de hipótesis, discusión y elaboración de conclusiones similares en racionalidad a las del trabajo científico. Una en la que se examinaran críticamente, y desde distintos ángulos, algunos de los grandes problemas de la humanidad en los que el conocimiento científico tiene algo que decir: el calentamiento global y sus consecuencias, el agotamiento de los recursos naturales, las nuevas enfermedades, la gestión del agua, las distintas fuentes de energía, la producción y distribución de alimentos, el futuro de las nuevas tecnología, … ¿Creen que esta asignatura podría contribuir significativamente a la formación de una mentalidad crítica entre nuestros jóvenes?
 
Esta asignatura existió. Se llamaba “Ciencia para el Mundo Contemporáneo” y era obligatoria en Primero de Bachillerato, para todas las modalidades. Duró escasamente siete años. La instauró la penúltima reforma educativa y la eliminó de un plumazo la última.
 
5. Permítanme contarles una reciente experiencia personal. Enseño, entre otras, una materia llamada “Cultura Científica”, versión reducida (solo dos horas semanales) de la anterior y –lo más importante- optativa que cursa solo una parte del alumnado. Hace unos días comenzamos a desarrollar un debate estructurado (recalco lo de “estructurado”) sobre el sistema de patentes que regula la producción mundial de medicamentos. Los alumnos se organizaron en grupos - pequeños en una primera fase y más grandes después – y tuvieron que estudiar ciertos documentos proporcionados por el profesor, además de buscar otros distintos por su cuenta. A continuación, tuvieron que preparar argumentos favorables y contrarios a dicho sistema, para pasar a debatirlos en gran grupo con arreglo a unas determinadas pautas. Cuando el debate finalice, tendrán que elaborar y presentar unas conclusiones grupales y, además, escribir un corto informe individual en el que cada uno evalúe la actividad.
No les canso con más detalles; simplemente pregunto: ¿podemos considerar esta actividad como formación en pensamiento crítico? La asignatura se llama “Cultura Científica”, y yo soy profesor de Biología. Por supuesto, también podría haber resuelto el tema haciendo que el alumnado se leyera las páginas 72 y 73 del libro de texto, o que me hicieran un trabajito, quizá en powerpoint, que queda muy chulo. Justo lo que hace algún profesor de Filosofía, alguno otro de Historia y otros de Biología.
 
En fin, como imagino se habrán dado cuenta, el asunto es complejo y, cuando se entra en él, aparecen inevitablemente otras cuestiones centrales del sistema educativo, que para eso es un sistema formado por muchos elementos que interaccionan. Tengo la manía de tratar el tema en relación con su contexto y con otros problemas relacionados (una manía propia del pensamiento crítico, ya saben), y así me va. Les deseo unas felices y jugosas reflexiones.

viernes, 29 de julio de 2016

Una visión del profesorado


“Y luego estaban los profesores. Había que verlos. Unos parecían descorazonados, otros cansados o aburridos, otros lo confiaban todo a la severidad y a la eficacia, y otros fingían un dinamismo que quería ser sincero y contagioso, pero que a Lino le recordaba a esos payasos de circo que, de pueblo en pueblo, se esfuerzan cada noche en divertir a la concurrencia porque no tienen otra opción, porque ese es su oficio y en él han de poner lo mejor de su talento, de su pasión, de sus a veces escasas energías.”

Luis Landero: Absolución.

Este fragmento, obra de uno de mis escritores contemporáneos favoritos, es digno de atención. Ni comparto ni dejo de compartir esta visión del profesorado. Simplemente, me parece algo sobre lo que debemos reflexionar, lejos de topicazos pseudohumanistas y de informes burocráticos al gusto de la inspección.